El vino, la música, la poesía y esa voz que dice y cuenta. Que con irreverencia invita a amar. A seguir los caminos de un alma en fuego o de unos ojos brujos, y hablo de magia, sin más remedio que rendírseles. Y cantan, yo les escucho. Una vez, otra vez… entre unicornios, sueños mediterráneos o quizás, besando estatuas frías.
Lo sé desde hace tiempo, estos tipos se han hecho cómplices para jodernos la vida. De la mejor manera, digo, porque sin ellos las noches de vino y besos estuvieran vacías. Las cabalgatas sobre las carreteras, llenas de toques coquetos y miradas de perfil, quedaran incompletas. Las soledades dejarían de ser sonoras y la nostalgia una vaina más para fastidiar el destino. Sin embargo, estos duendes nos ayudan a hacer de la vida una fiesta de caricias, humores y sueños de amores con o sin remedio, con o sin restricciones.
Me acompañan siempre, y aunque eventualmente los sustituyo por nuevos, siempre vuelvo a sus versos. Al olor de esas melodías eternas con almas de Lucia’s, Magdalena’s o cualquier otra mujer capaz de estremecer un corazón vagabundo de besos.
Sus canciones forman la banda sonora de mi vida, por eso siempre están en mi muro.
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